sábado, 16 de julio de 2011

La casa de la bruja

"En un hogar bajo hay una gran marmita sobre el fuego. En los vapores que salen hacia arriba se vislumbran diversas formas. Una mona está sentada ante la marmita espumándola y cuidando de que no rebose su contenido. Él, con sus crías, está sentado a su lado calentándose. Las paredes y el techo están adornados con el más raro instrumental de brujería". Fausto. Goethe.


Sombras, polvo, chispas y telarañas suelen adornar las casas de las viejas brujas, tan viejas en años como viejas en nuestro imaginario fantástico. Allí, en la penumbra de sus casas solitarias, entre hierbas, ungüentos y cachivaches, esconden su sabiduría y la pasmosa fealdad que llevan a cuestas. Porque la bruja –ni virgen, ni madre, ni bella– vulnera el ideal arquetipo femenino de Occidente: mientras María, personificación de la suprema virtud, intercede ante el Señor con ruegos y a la postre aceptará Su voluntad, la bruja se vale de su conocimiento –real y efectivo poder– para hacer su propia voluntad: ella es, esencialmente, una transgresora del orden impuesto. 

Como las Erinias, las Harpías y las Gorgonas, la bruja resalta por su rapidez de movimiento; a falta de alas, la escoba le permite acceder a esa facultad tan anhelada por el mortal común como es la de volar. Se ha dicho que el mito de la mujer voladora "encarna el sueño femenino de evasión" [1], a eso yo agregaría lo que, quizá, es la otra cara de la moneda: si para la mujer la capacidad de volar supone evasión, el hombre no puede sino ver en esto una seria amenaza a su poderío.

Malvada, benévola, ficticia o real, la figura de la bruja es de gran complejidad y está condicionada por diversos ámbitos: político, social, cultural y, cómo no, mágico-religioso. Pero como (por ahora) no tengo pretensiones de emprender una investigación formal sobre el asunto, tan solo me deleitaré curucuteando los trastos de una vieja amiga bruja que, de muy buen grado, me ha abierto las puertas de su casa para que yo, guiada por mi vocación brujil, husmee entre sus yerbajos y papeles mohosos, garrapateados de conjuros y recetas. Se trata de una de esas ancianas de edad incalculable, con cabellos largos y desaliñados, de arrugas tan escasas como sus canas, pero cuyos surcos alcanzan tal profundidad que más parecen cicatrices en su rostro. De su identidad poco, o nada, revelaré. Es lo único que me ha pedido a cambio de sus enseñanzas. Así que solo me referiré a ella como Maya, una variación de su nombre ritual.

De la casa, no obstante, sí diré mucho de aquí en adelante. Si bien su humilde fachada blanca con helechos colgantes y mueblecitos de ratán no la delata, esta es una auténtica casa de bruja aunque, es justo decirlo, está bastante más limpia de lo que suele imaginar la gente. Nada de telarañas ni bichos repulsivos. En cambio sí hay un caldero de hierro; dos gatas atigradas; una escoba muy particular –amén de la escoba común que guarda en el lavadero–; una gran biblioteca que, del techo al piso, aloja por igual libros y frascos de vidrio; un olor penetrante, mezcla de sahumerios, aceites esenciales y del sinfín de ramas que penden del techo de la cocina y amenazan con invadir el resto de la casa. Aquí no existe un solo espacio que no merezca escrutinio, cada resquicio es digno de palpar, cada objeto es una pregunta y cada respuesta engendra diez preguntas más. Pero no se engañen, que no todo es discutible. A ratos, el misterio de las cosas nos traspasa y solo nos queda callar. Entonces, consternada tras horas, minutos, de silencio, regreso a mi casa y dejo atrás a la bruja, sumida en su soledad. Esa noche llegarán a mi memoria los objetos como espectros y nuevas preguntas rondarán mi cabeza. Entonces, estaré esperando impaciente el momento de volver a la casa de la bruja porque, aunque no siempre tenga respuestas, son horas verdaderamente privilegiadas las que transcurren entre estas paredes abarrotadas de preguntas y silencios.



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[1] Lara Alberola, Eva. Hechiceras y brujas en la literatura española de los Siglos de Oro. Valencia: Universitat de València, 2010. p.75.